Lo Pecaminoso Del Pecado Y Su Remedio Bendito
Por J. C. Ryle
«El pecado es la transgresión de la ley» (1 Juan 3:4).
La simple verdad es que el correcto entendimiento del pecado descansa en las raíces de la cristiandad salvada. Sin él, las doctrinas de la justificación, conversión, santificación, son «palabras y nombres» que no conducen a ninguna significancia mental. La primera cosa que hace Dios cuando Él hace de alguien una nueva criatura en Cristo, es poner luz dentro de su corazón y mostrarle que él es un pecador culpable. El material de la creación en Génesis comienza con «luz» y así también hace la creación espiritual. Dios «brilla dentro de nuestros corazones» (2 Cor. 4:6) por el trabajo del Espíritu Santo y luego comienza la vida espiritual.
Visiones oscuras y poco claras del pecado son el origen de la mayoría de los errores, herejías y falsas doctrinas de los tiempos actuales. Si un hombre no se da cuenta de la naturaleza peligrosa de la enfermedad de su alma, no puede preguntarse si está contento con remedios falsos o imperfectos. Creo que una de las necesidades principales de la iglesia contemporánea ha sido, y es, la enseñanza más clara, más completa sobre el pecado.
La definición del pecado
Por supuesto, estamos todos familiarizados con los términos «pecado» y «pecadores.» Frecuentemente hablamos que el «pecado» está en el mundo y hombres cometiendo «pecados.» ¿Pero qué es lo que queremos decir realmente con estos términos y frases? ¿Lo sabemos realmente? Me temo que existe confusión mental y bruma sobre este punto. Déjenme tratar, tan brevemente como sea posible, de entregarles una respuesta.
«Pecado,» hablando en general, «la falta y corrupción de la naturaleza de cada hombre que está naturalmente engendrado de la descendencia de Adán; en la que el hombre está muy lejos de la Rectitud original y está en su propia naturaleza inclinado a la maldad de forma tal que su carnalidad lucha siempre contra el espíritu, y, por lo tanto está en cada persona nacida en este mundo, y merece la furia y condenación de Dios.»
El pecado es esa vasta enfermedad moral que afecta a toda la raza humana, de cada rango y clase, nombre y nación, lengua; una enfermedad de la cual nadie nacido de mujer, excepto uno, estaba libre. ¿Necesito decir que ese Uno era Cristo Jesús, el Señor?
Digo, más aún, que «un pecado,» para hablar más particularmente, consiste en hacer, decir, pensar o imaginar cualquier cosa que no está en perfecta conformidad con la mente y ley de Dios. «Pecado,» en breve como las Escrituras dicen, es «la transgresión de la ley» (1 Juan 3:4). La más mínima desviación, interna o externa, del paralelismo matemático de la voluntad y carácter revelados de Dios constituye un pecado e inmediatamente nos hace culpables a la vista de Dios.
Por supuesto, no necesito decir a nadie que lee su Biblia con atención que un hombre puede romper la ley de Dios en su corazón aún cuando no exista un acto visible y público de maldad. Nuestro Señor ha establecido ese punto más allá de cualquier disputa o interpretación en el Sermón del Monte (Mt. 5:21-28). Hasta uno de nuestros poetas ha expresado sinceramente que «un hombre puede sonreír, y ser un villano.»
Nuevamente, no necesito decir a un cuidadoso estudiante del Nuevo Testamento que hay pecados tanto de omisión como de acción, y que nosotros pecamos, como nuestro libro de oración nos recuerda, por «dejar de hacer cosas que debemos hacer,» tanto así como «por hacer cosas que no debemos hacer.» Las solemnes palabras del Maestro en el evangelio de Mateo coloca este punto más allá de cualquier discusión. Está allí escrito: «Apartaos de Mi, malditos, al fuego eterno…Porque Tuve hambre, y no Me disteis de comer; Tuve sed, y no Me disteis de beber» (Mt. 25:41-42).
Pienso que es necesario en estos tiempos recordar a mis lectores que un hombre puede cometer pecado y permanecer ignorante de ello, y fantasear que es inocente cuando es culpable. No encuentro ninguna sustentación en las escrituras para la actual argumentación de «que el pecado no es pecado en nosotros hasta que discernimos y estamos conscientes de él.» Muy por el contrario, en el capítulo cuarto y quinto de ese excesivamente rechazado libro, Levítico, y en el capítulo quince de Números, encontramos claramente que habían pecados de ignorancia que expiaban las personas impuras y que necesitan purgación (Lv. 4:1-35; 5:14-19; Nm. 15:25-29). Y encuentro a Dios expresamente enseñando que «el sirviente que no sabiendo el deseo de su señor y no lo hizo,» no fue excusado por su ignorancia más fue golpeado y castigado (Lc. 12:48). Recordaremos bien que cuando nuestra conciencia y conocimiento miserable e imperfecto son la medida de nuestra impureza, estamos en alto peligro. Un estudio más profundo de Levítico podría ayudarnos mucho.
El origen y causa del pecado
Me temo que las visiones de muchos cristianos profesantes en este punto son tristemente defectuosas y sin fundamento. No puedo obviarlas. Entonces, tengamos bien presente en nuestras mentes que la impureza del hombre no comienza desde el «sin» sino del «dentro.» No es el resultado de un mal entrenamiento en nuestra juventud. No es resultado de las influencias de malas compañías o malos ejemplos, como algunos cristianos son tan proclives a decir. ¡No! Es una enfermedad de la familia, que todos heredamos de nuestros primeros padres, Adán y Eva, y con la que nacemos. Creados «a la imagen de Dios,» inocentes y justos al inicio, nuestros padres cayeron de la justicia corrección original y se volvieron pecadores y corruptos. Y partir de ese día todos los hombres y mujeres son nacidos de la imagen de Adán y Eva caídos y heredan el corazón y la natural inclinación a la maldad. «Por un hombre el pecado entró al mundo» (Rom. 5:12). «Aquel que es nacido de carne es carnes» (Juan 3:6). «Nosotros somos por naturaleza hijos de la ira» (Ef. 2:3). «La mente carnal es enemistad contra Dios» (Rom. 8:7). «Desde el corazón (naturalmente, como emana de una fuente), nacen los pensamientos de maldad, adulterios» (Mc. 7:21) y las inclinaciones.
El más justo de los hijos, que entró a vida este año y se volvió un rayo de sol de la familia no es, como su madre quizá cariñosamente lo llame, «un ángel» o un pequeño «inocente» sino que es un pequeño «pecador.» ¡Ay de mí! Así como ese pequeño niño o esa niña permanece sonriendo y gorjeando en su cuna, esa pequeña criatura lleva en su corazón las semillas de iniquidad. Sólo observen cuidadosamente, a medida que crece en estatura y su mente evoluciona, prontamente usted detectará una tendencia incesante hacia lo que es malo y un retraso hacia lo que es bueno. Usted verá en él los brotes y gérmenes de la falsedad, mal temperamento, orgullo autonomía, obstinación, posesividad, envidia, celos, pasión, conductas que si son vistas con indulgencia y no corregidas, se asentarán con una dolorosa rapidez.
¿Quién enseña a los niños esas cosas? ¿Dónde las aprendió? Sólo la Biblia tiene las respuestas. La primera causa de todos los pecados subyace en la corrupción natural del propio corazón del niño.
La extensión del pecado
El único paso seguro está para nosotros en las Escrituras. «Cada designio de los pensamientos del corazón de ellos» es por naturaleza «malicioso» y eso es «constantemente.» «El corazón es engañoso sobre todas las cosas,» y «Engañoso es el corazón más que todas las cosas, y desesperadamente perverso» (Gn. 6:5; Jr. 17:9). El pecado es una enfermedad que se extiende y corre a través de cada parte de nuestra constitución moral y cada facultad mental. El entendimiento, los afectos, el poder de raciocinio, el poder de voluntad, son todos más o menos afectados por éste. Aún la conciencia es tan ciega que no se puede depender de ella como una guía segura, y es probable que conduzca a los hombres en el mal como en el bien, a menos que sea iluminado por el Espíritu Santo. En pocas palabras «Desde la planta de los pies hasta la cabeza no hay sensatez» en nosotros (Is. 1:6). La enfermedad puede estar escondida detrás de una delgada capa de cortesía, amabilidad, buenas maneras y decoro externo, pero ella yace muy dentro de lo que somos.
Admito abiertamente que el hombre tiene muchas grandes y nobles facultades y que él muestra su inmensa capacidad en artes, ciencias y literatura, pero el hecho es que en las cosas espirituales él está muerto y no tiene conocimiento natural, amor, o temor a Dios. Sus mejores obras están entretejidas y entremezcladas con la corrupción, y el contraste sólo acentúa el acomodo de la verdad y la amplitud de la Caída. La única y misma criatura está en algunas cosas tan alta y en otras, tan baja; tan grande y sin embargo tan pequeña, tan noble y aún así tan mezquina; tan grande en sus concepciones y ejecuciones de las cosas materiales y tan envilecida y corrupta en sus afectos; un esclavo de vicios abominables como aquellos descritos en el primer capítulo de la Epístola a los Romanos – todo esto es un doloroso puzle para aquellos que se burlan de la Palabra escrita de Dios y se ríen de nosotros tildándonos de Biblia creyentes. Este es un nudo que podemos desatar con la Biblia en nuestras manos.
Recordemos, además esto, que cada parte del mundo soporta el testimonio del hecho que el pecado es la enfermedad universal de toda la humanidad. Busque en la tierra, de este a oeste, de polo a polo, busque en cada nación, en cada clima en los cuatro cuartos de la tierra, busque en cada rango y clase de nuestra propia nación desde el más alto al más bajo – y bajo cualquier circunstancias y condición – el resultado será siempre el mismo. Las islas más remotas del océano Pacífico, completamente separadas de Europa, Asia, África y América, más allá del alcance del lujo oriental y el arte y la literatura occidental; islas habitadas por personas ignorantes de libros, dinero, vapor y pólvora, no contaminados por los vicios de la civilización moderna. Al ser descubiertas, en ellas siempre se ha encontrado que son morada de las formas más viles de lujuria, crueldad, engaño y superstición. ¡Si los habitantes no hubiesen sabido nada más, ellos igual sabrían como pecar! En todas partes el corazón del hombre es naturalmente «engañoso por sobre todas las cosas y desesperadamente perverso» (Jr. 17:9).
No conozco prueba más poderosa de la inspiración de Génesis y el registro Mosaico del origen del hombre, que la fuerza, alcance y universalidad del pecado.
A la culpa, vileza y ofensa del pecado a la vista de Dios
Mis palabras serán breves. Digo «pocas» deliberadamente. No pienso, en la naturaleza de las cosas, que el hombre mortal pueda darse cuenta por completo de la demasiada impureza del pecado a la vista del perfecto y santo con quien nosotros tratamos. Por una parte, Dios es el Ser eterno que «carga a Sus ángeles con necedad» (Job 4:18) y a cuya vista los mismos «cielos no son limpios» (Job 15:15). Él es Él que lee nuestros pensamientos y motivaciones como nuestras acciones y el que requiere «verdad en nuestro interior» (Sal. 51:6).
Nosotros, por la otra – pobres criaturas ciegas – estamos hoy y nos hemos ido mañana, nacidos en pecado, rodeados de pecadores, viviendo en una atmósfera constante de debilidad, finitud e imperfección, podemos formarnos alguna, sino la más inadecuada, concepción de la fealdad de la maldad. No tenemos una línea para sondearla ni una medida con la cual calibrarla. El hombre sordo no puede distinguir entre el tintineo de un centavo y el del órgano de la catedral. Los animales cuyo olor es el más ofensivo para nuestras narices no tienen una idea de lo ofensivos que son a nosotros, porque entre ellos no lo son.
Hombres y mujeres caídos, yo creo, no tienen la mínima idea de lo que una cosa vil y pecaminosa es a los ojos de Dios, cuyo trabajo de orfebre es absolutamente perfecto – perfecto tanto si lo miramos con un microscopio como con un telescopio, perfecto en la formación de planetas poderosos como Júpiter y sus satélites, que mantienen su sincronía perfecta en sus vueltas alrededor de sol; perfecto en la formación del insecto más pequeño que se arrastra sobre a tierra. Sin embargo, establezcamos en forma indeleble en nuestras mentes que el pecado es «una cosa abominable que Dios aborrece» (Jr. 44:4); que Dios «es de ojos puros que no puede mantener la iniquidad, y no puede mirar lo que es malicioso» (Hab. 1:13); que la más leve transgresión de la ley de Dios puede hacernos «culpables de todo» (Stg. 2:10); que «el alma que peca morirá» (Ez. 18:4); que «la paga del pecado es muerte» (Rom. 6:23), que Dios «juzgará los secretos de los hombres» (Rom. 2:16); que hay un gusano que nunca muere y un fuego que nunca se apaga (Mc. 9:44), que «los perversos serán enviados al infierno» (Sal. 9:17) y «sufrirán el castigo eterno» (Mt. 25:46), y que «nada que esté contaminado entrará en el cielo» (Ap. 21:27). ¡Estas son en verdad tremendas palabras si consideramos que ellas están escritas en el Libro del Dios más misericordioso!
No hay prueba más plena del pecado, después de todo, tan abrumadora como irrebatible como la Cruz y la pasión de nuestro Señor Jesucristo y la doctrina completa de Su sustitución y reconciliación. Terriblemente negra debe ser la culpa de quienes nada más que la sangre del Hijo de Dios satisfizo. Oneroso debe ser peso del pecado humano que hizo que Jesús gimiera y «Su sudor era como gotas de sangre» en la agonía del Getsemaní (Lc. 22:44), y llorar en el Gólgota, «Mi Dios, Mi Dios, ¿por qué Me has abandonado?» (Mt. 27:46).
Nada, estoy convencido, nos asombrará más, cuando despertemos en el día de la resurrección, tal como la visión que tendremos del pecado y la retrospectiva que tendremos de nuestros incontables defectos y deslices. Nunca hasta la hora en que Cristo venga por segunda vez nos daremos cuenta realmente de la «impureza del pecado.» Bien podría George Whitefield decir: «El himno en el cielo será: Lo que Dios ha forjado.»
El engaño del pecado
Sólo queda un punto a considerar en este tema del pecado, el cual no me atrevo a omitir. Ese punto es su engaño. Ese es un punto de la más seria importancia y me aventuro a pensar que no recibe la atención que merece. Usted puede ver este engaño en maravillosa propensión de los hombres a ver el pecado como menos pecaminoso y peligroso de cómo lo es realmente ante los ojos de Dios; en su propensión a agotarlo, a buscar excusas y a minimizar su culpa. «¡Es tan solo uno pequeño! ¡Dios es piadoso! ¡Dios no es extremo en marcar lo que hemos hecho inadecuadamente! ¡Nuestra intención es buena! ¡Uno no puede ser tan detallista! ¿Dónde está el mal tan grande? ¡Nosotros hacemos lo que los otros hacen!»
¿Quién no está familiarizado con esta clase de lenguaje? Usted puede verlo en el largo curso de suaves palabras y frases que los hombres han acuñado para designar las cosas que Dios llama categóricamente perversas y ruines para el alma. ¿Qué significan palabras como: rápido, gay, salvaje, indeciso, irreflexivo, suelto? Ellas muestran que el hombre trata de engañarse a sí mismo creyendo que el pecado no es tan pecaminoso como Dios dice que es, y que ellos no son tan malos como lo son en realidad.
Usted puede verlo en la tendencia, incluso de creyentes, de ser indulgentes con sus hijos en prácticas que son cuestionables, y se hacen ciegos a los inevitables resultados del amor al dinero, del jugar con la tentación y consentir un bajo estándar en la religión familiar. Me temo que no nos damos suficiente cuenta de la extrema delicadeza de la enfermedad de nuestra alma. Somos tan ingenuos al olvidar que la tentación del pecado se presentará raramente ante nosotros en su real color, diciendo «Yo soy tu enemigo a muerte y quiero arruinarte para siempre en el infierno.» ¡Oh, no! El pecado viene a nosotros, como Judas, con un beso, y como con Joab, con la mano abierta y palabras de halago.
La fruta prohibida pareció buena y deseable a Eva, y ésta la condujo fuera del Paraíso. La caminata idílica en los techos de su palacio pareció inofensiva a David, aunque él termino siendo asesino y adúltero. El pecado raramente parece pecado en sus primeros comienzos. Estemos alertas y oremos, para no caer en tentación. Podemos nombrarlo suavemente pero no podemos alterar su naturaleza y carácter ante los jos de Dios. Recordemos las palabras de Pablo: «Exhortémonos unos a otros diariamente…para que ninguno de vosotros se endurezca por el engaño del pecado» (Heb. 3:13). Una oración sabia en nuestra letanía es: «De los engaños del mundo, la carne y el demonio, buen Señor, líbranos.»
Un corazón humilde y contrito
Y ahora, antes de continuar, déjenme mencionar brevemente dos pensamientos que se me ocurren con irresistible fuerza sobre este tema.
Por una parte, pido a mis lectores observar cuáles razones profundas tenemos de humillarnos y para la propia degradación. Sentémonos frente al cuadro del pecado dispuesto ante nosotros en la Biblia y consideremos lo culpables, viles y corruptos que somos a la vista de Dios. ¡Lo que todos necesitamos tener es un cambio de corazón, llamado de regeneración, nuevo nacimiento o conversión! ¡Qué cúmulo de enfermedad e imperfección fisura lo mejor que hay en nosotros y con nuestro consentimiento! ¡Qué pensamiento más solemne es aquel «sin santidad ninguno podrá ver al Señor!» (Heb. 12:14). Qué causa tenemos para llorar con el recolector de impuestos cada noche de nuestras vidas cuando pensamos en nuestros pecados de omisión y de comisión, «¡Dios es misericordioso conmigo un pecador!» (Lc.18:13).
Estoy persuadido de que mientras más entendimiento tenemos, más vemos nuestra propia impureza, y que mientras más cercanos estemos del cielo, más nos vestimos de humildad. En cada época de la iglesia usted encontrará que esto es verdad, si usted lee biografías de los más prominentes santos ellos han sido siempre los más humildes de los hombres.
El Evangelio glorioso de la gracia
Por otro lado, solicito a mis lectores observar cuán profundamente agradecidos debemos estar por el Evangelio glorioso de la gracia de Dios. Hay un remedo revelado para la necesidad del hombre, que es tan ancho y vasto, tan profundo como la misma enfermedad del hombre. No necesitamos temer al mirar el pecado y estudiar su naturaleza, origen, poder, extensión y vileza, si tan sólo miramos al mismo tiempo la Todopoderosa medicina que se nos entrega en la salvación que es en Cristo Jesús. Aunque el pecado se ha propagado, la gracia lo ha hecho aún más. Sí, está en el perpetuo pacto de la redención, de la cual Padre, Hijo y Espíritu Santo son parte; en el Mediador de este pacto, Jesucristo el justo, perfecto Dios y perfecto Hombre en una Persona; en el trabajo que Él hizo al morir por nuestros pecados y levantarse nuevamente para nuestra justificación; en los oficios que Él llena como nuestro Sacerdote, Sustituto, Médico, Pastor y Abogado; en la preciosa sangre que Él vertió que nos puede limpiar de todo pecado; en la perpetua justicia que Él trajo consigo; en la perpetua intercesión que Él lleva a cabo como nuestro Representante a la mano derecha de Dios; en Su prontitud a cargar con los más débiles; en la gracia del Espíritu Santo que Él pone en los corazones de todo Su pueblo, renovando, santificando y haciendo que las cosas viejas se vayan lejos y todas las cosas se vuelvan nuevas. En todo esto (y, oh, ¡que breve esbozo es este!), en todo esto, digo, hay mucho, perfecto y completo remedio por la odiosa enfermedad del pecado.
– Condensada de Santidad por J. C. Ryle.