Mil Conversiones En Una Noche (Parte 1)
Por Albert Widmer
Este artículo fue publicado originalmente en la edición del 18 de julio de 1942 de «Pentecostal Evangel.» Permiso para reimprimir el artículo se otorgó por el Flower Pentecostal Heritage Center (www.iFPHC.org).
En estos días escuchamos mucho de los héroes: los héroes de guerra, los héroes de deportes, los exploradores heróicos, y más. Pero se escucha poco y se sabe poco de los pioneros heróicos que predican el Evangelio en tierras lejanas, misioneros desconocidos por todos, sacrificando todo. Hoy hay muchos héroes en el corazón de África, en las aldeas de la India y la China, en los desiertos monótonos de Mongolia, los pueblos pequeños de Siberia y las regiones no civilizadas de las selvas de Sudamérica.
En Sudamérica hay hermanos que se han entregado sus vidas a Dios por la salvación de los indígenas. Entre éstos se encuentra un misionero noruego de edad, Birger Johanson (anglicanizado como Berger Johnson). Hace veintiocho años que se entrega su vida y su fuerza en la evangelización de los indígenas del Gran Chaco, una región que se extiende desde las provincias argentinas de Santa Fe, Salta y Jujuy, hasta alcanzar la cordillera de los Andes, Bolivia y la selva gigante de Mato grosso de Brasil.
La historia de Birger Johanson
El hermano Birger relata lo siguiente: «Cuando llegué en esta región [en los comienzos de los 1900] no había trenes ni camino ninguno. Había una lucha continua entre los blancos y los indígenas. Los blancos por razón desconocida, persiguieron a los indígenas, quienes fueron forzados en retroceder más y más hacia el interior del Gran Chaco, vengándose lo mejor que pudieran, robando el ganado y matando a cuantos que no pudieron escaparse. Evangelizando a los indígenas parecía casi imposible. El misionero corría el riesgo de ser asesinado en cualquier momento.
«Bajo estas condiciones laboré veinticuatro largos años sin ver ningún resultado entre los indígenas de la selva. Sólo unas pocas familias criollas y algunos indígenas civilizados aceptaron el Evangelio. Sufrí terriblemente, tanto física como espiritualmente. A veces quería abandonar a los indígenas y trabajar como otros misioneros y pastores hacen en las ciudades donde había todo tipo de comodidades. Pero una voz me seguía diciendo que en el futuro podría ser posible llegar a los indígenas salvajes de la selva a través de los indígenas civilizados y así que decidí quedarme.
«Hace unos tres años, acompañado por unos indígenas creyentes, fui a visitar a los indígenas Mataco, en las cabeceras del río Pilcomayo. En ambas orillas de este río, cuyas aguas son saladas, encontré grandes campamentos de los indígenas matacos, y en el lado boliviano encontré una parte de la tribu Toba. Cuando llegué, me puse manos a la construcción de una choza de barro y comencé a visitar las malocas (pueblos), formando amistades y celebrando reuniones por la noche. Los que asistieron fueron dos mil indígenas sentados en la arena a orillas del río, escuchando el Evangelio interpretado para ellos por sus propios hermanos civilizados.
«Después de algunos meses de trabajo, durante el cual nos desempeñamos como enfermero, médico, todo de hecho, no habíamos visto ningún cambio ni ningún interés por parte de los indígenas. Ellos ni siquiera hicieron alguna pregunta sobre Dios. Ellos sólo aceptaron mis servicios en el tratamiento y curación de sus heridas, e incluso esto con cierto recelo. En vista de esta falta de interés finalmente les anuncié que ésta sería la última semana que iba a estar entre ellos, porque quería volver a la estación de la Misión en Embarcación, y que no había nada más que hacer que dejarlos morir como sus antepasados – sin esperanza.
«En el último día, el domingo por la noche, cuando tuvimos la última reunión, les expliqué que nunca más habrían que ver mi rostro, porque no habían mostrado ningún interés en las cosas que yo les había enseñado durante esos meses tan llenos de trabajo duro. La luz de la luna iluminaba cada rostro. Oré la última oración. Mi corazón estaba tan cargado que pensé que iba a estallar de pura tristeza. De repente abrí los ojos y me di cuenta de que un indígena de la tribu Toba había llegado al frente, y me di cuenta también que las lágrimas corrían por los rostros de algunos sentados allí.
«Durante veinticuatro años de vida entre los indígenas yo nunca había visto a ninguno de ellos derramar una lágrima. Este indígena de pie allí puso sus brazos sobre su pecho y gritó en voz alta, ‘Joneni jallaganec lecochiyalu!’ (‘Señor, divino , ten misericordia de nosotros!’) Repitió estas palabras muchas veces, aumentando en intensidad. A los pocos minutos toda la multitud estaba de pie, repitiendo frenéticamente la súplica.
«Los indígenas matacos siguieron el ejemplo de sus vecinos Toba, y todos juntos alrededor de 2.000 gritaban frenéticamente. Me impresioné tanto y fui tocado hasta que no sabía qué hacer. Me tiré al suelo y lloré tan emocionalmente que no se lo puedo explicar a usted.»