«Dedicado a fortificar y animar al Cuerpo de Cristo.»

El Derramamiento Del Espíritu Santo En Avivamiento

Por Jonathan Goforth (1859-1936)

    Jonathan Goforth fue un misionero de la Iglesia Presbiteriano de Canadá por unos cuantos años en la China. El y su familia se escaparon milagrosamente con sus vidas durante la Rebelión Bóxer de 1900, cuando cientos de misioneros y miles de cristianos chinos fueron matados. Después de volver a la China, Jonathan Goforth fue usado maravillosamente por Dios no solamente como un evangelista a los no salvados sino también en movimientos de avivamiento que trajeron mucha bendición a la Iglesia China. El siguiente es un pasaje breve del libro de Goforth, Por Mi Espíritu, en que escribe de la obra poderosa de Dios.

«Clama a Mí»

    En 1908, cuando emprendí mi largo viaje hacia Manchuria, lo hice con la convicción en mi corazón que tenía un mensaje de Dios que dar a Su pueblo. Pero no poseía método alguno, ni sabía cómo dirigir una campaña. Todo lo que podía hacer era pronunciar un sermón y dejar que la gente orara.

    El día en que llegué a Mukden por la noche, el misionero que era mi anfitrión y yo estábamos hablando en su estudio. Naturalmente, estaba emocionado ante la perspectiva de lo que teníamos por delante; sin embargo, él parecía particularmente indiferente a la idea del avivamiento. De entre todas las noches, escogió aquella para impresionarme con la naturaleza ilustrada de sus puntos de vista teológicos.

    «¿Sabe una cosa, Goforth?» dijo. «En su misión hay un charlatán impresionante. Creo que se llama…Mac …algo.»

    «¿MacKenzie?» pregunté. «Seguro que no es de él de quien habla. Ese hombre es cualquier cosa menos un charlatán, y se le considera uno de los teólogos más destacados en China.»

    «No,» contesto. «No es MacKenzie es nuestro Secretario en el Extranjero,» repliqué, «¡y un sermón suyo sería más que aceptado en cualquier país!»

    «Bueno,» continuo, «pues yo lo oí allá en la Conferencia de Shangai. ¡Pero hombre, si su teología es de los tiempos de Maricastaña!»

    «Me parece que haríamos mejor en dejarlo,» expresé, «ya que la mía es igual de vieja. De hecho es tan antigua como el Mismo Todopoderoso.»

    También supe que la esposa de mi anfitrión no simpatizaba con las reuniones, y que el día anterior a mi llegada se había ido a visitar a ciertos amigos que vivían en una ciudad vecina. No pude sino pensar para mí que, si en la mente de los otros misioneros se reflejaba también la actitud de aquel hogar, las perspectivas de avivamiento eran, por decir lo menos, no muy alentadoras.

    Pero aún me esperaban más decepciones. Cuando el año anterior se me había invitado para llevar a cabo una serie de reuniones especiales en Mukden, yo puse como condición, primeramente, que las dos ramas de la Iglesia Presbiteriana – es en segundo lugar, que se preparara el camino con oración. Por tanto imagínese mi decepción cuando supe que no se había celebrado ninguna reunión de oración. Pero el colmo para mi ya vacilante fe, fue cuando, después del culto de la noche del día de apertura, supe que los dos grupos no se habían unido. Luego subí a mi habitación, me arrodillé cerca de la cama, e incapaz de retener las lágrimas clamé a Dios: «¿Qué utilidad tiene el que haya yo venido aquí? Esta gente no te está buscando, ni desean ser bendecidos. ¿Qué puedo hacer?» Entonces una voz pareció responderme: «¿Es este tu trabajo o el Mío? ¿Acaso no puedo hacer una obra soberana? ‘Clama a Mí, y Yo te responderé, y te enseñaré cosas grandes y ocultas que tú no conoces’» (Jr. 33:3).

Llega la confesión

    A la mañana siguiente, siendo aún temprano, vino a verme uno de los ancianos; y tan pronto como estuvimos solos, se echó a llorar.

    «Durante el año de los ‘Bóxers’,» expreso, «yo era el tesorero de la iglesia, y aquellos vinieron y destruyeron todo incluso los libros; y supe que podía mentir sin peligro. Bajo mi custodia había algunos fondos de la congregación los cuales juré no haber recibido nunca; y desde entonces he estado utilizando ese dinero para mis negocios. Pero ayer, mientras usted daba su mensaje, fui escudriñado como por fuego; y la noche pasada no pude dormir. Se me ha hecho ver muy claramente que la única manera de encontrar descanso es si confieso mi pecado delante de la iglesia y hago una restitución completa.»

    Al finalizar mi sermón de aquella mañana, el anciano se levantó delante de la gente y reveló su pecado. El efecto fue instantáneo. Otro miembro de la junta dejó escapar un grito desgarrador, pero luego, algo pareció retenerlo y se calmó sin hacer ninguna confesión. Después, muchos con lágrimas en los ojos, se pasaban orando y confesando. A lo largo de todo él en cuya casa me hospedaba, me dijo;

    «Esto nos asombra. Es exactamente como el avivamiento escocés de 1859. ¿No haría usted mejor en dejar a un lado los mensajes que tiene planeados y permitirnos tener cultos de acción de gracias de ahora en adelante?»

    «Si entiendo bien la situación,» respondí, «ustedes todavía están lejos del momento de las acciones de gracias. Creo que aún hay mucho pecado encubierto que ha de ser sacado a la luz. Permítame continuar con mis sermones, y cuando haya terminado podrán celebrar todas las reuniones de acción de gracias que deseen.»

    La cuarta mañana se había reunido una congregación extraordinariamente grande. La gente parecía tensa y expectante. Mientras se cantaba el himno que precedía a mi mensaje, una voz interna me susurró: «El éxito de estas reuniones es fenomenal, y hará que seas muy conocido, no sólo en China, sino por todo el mundo.» Mi parte humana respondió, y por un momento experimenté un calor agradable de satisfacción. Pero inmediatamente, me di cuenta de que se trataba del maligno trabajando en su forma más insidiosa, y sugiriéndome que compartiera la gloria con el Señor Jesucristo. Reprimiendo la tentación, repliqué «Satanás, entérate de una vez por todas de que estoy dispuesto a convertirme en el átomo más insignificante que flota en el espacio, con tal de que mi Maestro pueda ser glorificado como se merece.» En aquel preciso momento, el himno terminó y me levanté para hablar.

    Durante todo aquel sermón estuve consciente de la presencia de Dios en gran manera, y al concluir dije a la gente: «Pueden orar.» Inmediatamente, un hombre se levantó de su asiento, y con la cabeza agachada y las lágrimas corriéndole por las mejillas, vino a la parte delantera de la iglesia y se quedó en pie de cara a la congregación. Era el anciano que dos días antes dejó escapar aquel grito terrible; y como si estuviese compelido por algún poder más allá de sí mismo, exclamó; «he cometido adulterio; e intentado envenenar a mi mujer tres veces.» Después de lo cual, arrancó los brazaletes de oro de su muñeca y el anillo – también de oro – de su dedo, y los puso en el plato de la ofrenda, diciendo: «¿Qué tengo yo, un anciano de la iglesia que ver con esas naderías?» Luego, sacando su carné que lo acreditaba como anciano de la Iglesia, la rompió en pedazos y los tiró al suelo. «He deshonrado este cargo sagrado,» dijo llorando. «Con esto renuncio como anciano.»

    Durante varios minutos, después de aquel impresionante testimonio, nadie se movió. Luego, uno tras otro, todos los miembros de la junta se levantaron y presentaron su renuncia. La carga general de sus confesiones era: «Aunque no hemos pecado de la misma manera que nuestro hermano, aun así, también lo hemos hecho; y no somos dignos de permanecer en esa santa responsabilidad por más tiempo.» A continuación, se levantaron los diáconos, y uno a uno renunciaron a su puesto confesando: «También nosotros somos indignos.» Durante varios días había estado notando que el suelo delante del pastor nativo estaba mojado por las lágrimas. Ahora, aquél se puso en pie, y con voz quebrada, dijo: «La culpa es mía. Si hubiera sido como debía, la congregación no habría llegado a este punto. No soy apto para seguir siendo su pastor. También yo debo renunciar.»

    Luego siguió una de las escenas más conmovedoras que haya presenciado jamás. Desde diferentes partes de la congregación, se oyó el grito: «Está bien, pastor; lo nombramos nuestro pastor.» El clamor fue aumentando hasta parecer que todos y cada uno se estaban esforzando en decirle a aquel hombre quebrantado que se encontraba de pie en la plataforma que su fe y confianza en él había sido totalmente restaurada. A aquello siguió un llamamiento a que los ancianos se levantaran; y mientras los arrepentidos líderes permanecían así en su sitio con la cabeza agachada, se repitió el espontáneo voto de confianza: «Ancianos, os nombramos nuestros ancianos.» Por último, les llegó el turno a los diáconos: «Diáconos, os hacemos nuestros diáconos.» Así se restauraron la armonía y la confianza. Aquella tarde, el anciano cuya confesión había tenido un efecto tan extraordinario, fue reconvenido por uno de sus amigos, quien le preguntó: «¿Qué te condujo a ir y deshonrarte a ti mismo y a tu familia de esa manera?»

    A lo que el otro contestó: «No pude evitarlo.»

Dios transforma los corazones

    Fue un gran gozo para mí el notar el cambio de actitud del misionero que me hospedaba durante las reuniones. Una mañana, mientras se oraba por diferentes personas, dicho misionero vino hacia delante corriendo, y exclamó: «Oren por nosotros, los misioneros; porque lo necesitamos más que cualquiera de ustedes.» Su esposa, cuya indiferencia por los cultos ya hemos destacado, volvió de su visita varios días antes de que éstos terminaran; pero no fue demasiado tarde. Su corazón fue ganado, llegando a ser, si acaso, aun más consagrada que su esposo.

    El último día de las reuniones, el pastor dijo a la gente: «Ustedes saben cuántos ancianos y miembros de esta congregación se han desviado. ¡Oh, que hubiera alguna manera de volverlos a traer de nuevo!» Al escuchar aquellas palabras, todo el auditorio se levantó como un solo hombre; uniéndose en oración por aquellas ovejas perdidas, y rogando como si la única cosa que importara fueran las almas de esos descarriados. Era algo semejante a una madre intercediendo por la vuelta de su hijo rebelde. Aquel año, cientos de miembros que se habían apartado volvieron al redil; confesando la mayoría de ellos que no pensaban que se hubieran convertido realmente nunca antes.

    En la congregación de Liaoyang, había un anciano que poco antes de mi llegada se había cambiado de casa en el día que se reunía la Iglesia para adorar a Dios. El misionero entonces lo mandó llamar y le reconvino, señalándole lo impropio que era que un hombre de su posición diera un ejemplo tan malo. El otros se puso muy irritado, alegando que el domingo era el único día que había tenido libre para hacer la mudanza. La mañana del segundo día, aquel hombre se quebrantó delante de la congregación y confesó su pecado; expresando que había podido trasladarse durante la semana, pero que codició el Día del Señor. Algún tiempo después de que yo partiera de aquella ciudad, ese anciano tuvo una serie de reuniones especiales con los muchachos de enseñanza secundaria, cuyos resultados, según se mi informó, fueron realmente extraordinarios.

    Después de la confesión de aquel hombre el segundo día, la presión aumentó rápidamente; y en la mañana del quinto, un viejo reincidente exclamó en agonía: «Yo lo asesiné»; y luego hizo su confesión. Según parece, se trataba de un médico que había tenido una enconada enemistad con su vecino. Cierto día lo llamaron para que le recetara a aquél una medicina porque se había puesto enfermo. Le recetó veneno, y el hombre murió. Es más fácil imaginarse el efecto que tuvo aquella revelación que describirlo. En pocos minutos la congregación entera parecía estar sufriendo las agonías del juicio. Por todas partes había personas clamando por misericordia y confesando sus pecados.

Llega el avivamiento

    Volviendo al recinto de la misión después de la última reunión, el misionero residente, señor Douglas, me confesó: «Me siento humillado hasta el polvo. Este es el avivamiento escocés de 1859 representado de nuevo ante mis ojos. Aunque yo no presencié el mismo, muchas veces he oído a mi padre hablar de él. Este decía que la gente trabajaba en el campo todo el día, volvía rápidamente a casa, comía algo y salía corriendo hacia la iglesia donde permanecían hasta la medianoche. Pero mi débil fe no me permitía esperar nada semejante aquí.» Entonces me tendió una carta que había recibido varias semanas antes del doctor Moffatt, de Pyong-gyang, Corea; y que decía: «He pensado que debía hacerle saber que mi gente – tres mil creyentes vigorosos – estarán orando aquí mientras se celebren las reuniones; para que la más rica bendición de Dios pueda llegarles a ustedes.»

    El avivamiento de Liaoyang fue el principio de un movimiento que se extendió por toda la región circunvecina. Los grupos de cristianos renovados iban de acá para allá predicando el Evangelio con gran efectividad. En una obra de la misión muy remota, había cierto cristiano cuyo hijo era notoriamente malo, y durante las reuniones celebradas por uno de los grupos de avivamiento en su pueblo, el joven, bastante quebrantado, confesó sus pecados y se pronunció firmemente por Cristo. Su conversión produjo un efecto notable sobre el pueblo entero; y los paganos se decían unos a otros en las calles: «El Dios del cristiano ha venido. ¡Hasta en ese mal sujeto ha entrado y echado fuera de él toda su maldad! Ahora es simplemente como los demás cristianos. Así que, si no quieres seguir el mismo camino, mejor es que no te acerques a esa gente.»

    En el mismo lugar residía otro creyente que había tomado prestada una suma de dinero considerable de un vecino pagano hacía varios años; deuda que según confesó más tarde no tenía intención de pagar nunca. Pero como resultado de los testimonios del grupo de avivamiento, consagró de nuevo su vida; y su primer paso fue calcular el interés compuesto de lo que debía, ir a su acreedor y reembolsarle por completo.

    En otro pueblo de la misma región, había cierto personaje que era célebre por todas partes por su éxito fenomenal en la mesa de juego. Un día aquel hombre enalbardó su asno y partió hacia el norte para recaudar algún dinero de ciertas de sus víctimas que vivían en esa dirección. Pero no había salido aún de las afueras del pueblo cuando el burro se paró. El jugador le dio de patadas, apaleó y maldijo; pero aquello no produjo ningún efecto. El animal permaneció obstinado: no iría hacia el norte. Entonces se le ocurrió al hombre que en el sur había algunos pueblos donde también se le debía dinero; por lo que hizo dar la vuelta al pollino y emprendió la marcha sin ningún problema. Todo fue bastante bien hasta que llegaron a una encrucijada, una de cuyas ramificaciones se dirigía hacia el sudeste y otra hacia el sudoeste. El jugador tenía en mente un pueblo que se encontraba en el camino que iba en la segunda dirección; por tanto trató de incitar al asno a que lo tomara. Pero, de nuevo, el animal había decidido de modo diferente; y le hizo entender claramente a su amo que si había de moverse una pulgada más, la ruta a seguir debería ser la del sureste. Tampoco esta vez los golpes o las súplicas tuvieron ningún efecto. «Muy bien», dijo el hombre finalmente hastiado, «ve por donde quieras; de todos modos, si no me equivoco, también hay algunos que me deben dinero por allí.» Así que siguieron adelante con su viaje.

    Poco después, llegaron a un pueblo; y continuaron por la calle principal arriba hasta que estuvieron exactamente enfrente de una pequeña iglesia cristiana. Allí, el burro se paró; y el jugador no logró hacer que se moviera ni un metro más. Desesperado, el hombre se bajó. Ahora bien, daba la casualidad de que algunos de los cristianos que habían asistido a las reuniones de Liaoyang estaban celebrando un culto en aquella capilla; y ese jugador, desconcertado al otro lado de la puerta, oyó los cánticos. Aquellos despertaron su curiosidad y decidió entrar para ver de qué se trataba. El poder de Dios estaba presente aquel día en ese lugar. El hombre escuchó a algunos que con lágrimas confesaban sus pecados, y a otros con cara radiante que contaban del gozo y de la paz que habían entrado en su vida. Muy pronto, una poderosa convicción de pecado vino sobre él; se puso en pie y confesó sus faltas, explicando cómo habían sido guiado a la reunión. «¿Qué otra cosa puedo hacer,» digo, «sino reconocer que ésta es la voz de Dios?»