«Dedicado a fortificar y animar al Cuerpo de Cristo.»

Factores Indispensables Para El Avivamiento

Por Jonathan Goforth

    En cierta ocasión, un misionero me comentó disculpándose:

    –Siempre he anhelado tener un avivamiento; pero mi misión está tan apartada que me es imposible conseguir los servicios de un evangelista.

    ¡Cómo si el Espíritu de Dios estuviera necesariamente limitado en sus operaciones a unos pocos elegidos! Queremos afirmar de la manera más enfática que es nuestra convicción que un avivamiento podemos conseguirlo cuándo y dónde queramos. El distinguido evangelista, C.G. Finney creía que cualquier grupo de cristianos siempre que cumplieran de todo corazón y sin reservas la voluntad de Dios, podían tener un avivamiento. D.L. Moody estaba continuamente insistiendo en que Pentecostés era meramente un estilo de vida. Y desde luego, no se ha de sacar la conclusión equivocada de estas páginas de que el Oriente es particularmente idóneo para el avivamiento. En nuestro país hemos visto auditorios conmovidos exactamente del mismo modo que en China. Es cierto que por lo general toma más tiempo; pero ya sea que tome un día o quince, el principio de que cualquier grupo que busque el rostro del Señor puede recibir la bendición completa de Pentecostés, está claro.

    Nuestra lectura de la Palabra de Dios hace inconcebible para nosotros que el Espíritu Santo esté dispuesto a retrasar su obra sólo por un día. Podemos estar seguros de que allí donde hay una falta de la plenitud de Dios, siempre es debido a la poca fe y obediencia del hombre. Si Dios el Espíritu Santo no está glorificando a Jesucristo hoy día en el mundo como en Pentecostés, somos nosotros los culpables. Después de todo, ¿qué es un avivamiento sino sencillamente el Espíritu de Dios controlando plenamente la vida rendida? Por lo tanto, siempre que el hombre se entrega debe ser posible. Sólo el pecado de no ceder puede privarnos del avivamiento.

    ¿Pero estamos listos para recibirlo? Apreciamos suficientemente al Dador y el don? ¿Estamos dispuestos a pagar el precio del avivamiento del Espíritu Santo? Tomemos por ejemplo la oración. La historia de los avivamientos demuestra claramente que todos los movimientos del Espíritu han comenzado en oración. Sin embargo, ¿no es ante ese costo que muchos nos amilanamos y vacilamos? La Biblia no nos dice mucho de lo que sucedió en aquel Aposento Alto de Jerusalén entre la ascensión de nuestro Señor y el día de Pentecostés; pero podemos estar seguros de un modo razonable, de que aquel pequeño grupo de discípulos escatimaban los minutos que pasaban sin estar de rodillas. Había tanto de lo que deshacerse, tantos estorbos que poner a un lado, tanto oro que debía ser refinado, tanta escoria que necesitabe ser consumida. El día de Pentecostés contó mejor lo que había pasado en el Aposento Alto. También sabemos que todo derramamiento subsiguiente del Espíritu estuvo relacionado con la oración. «Cuando hubieron orado» – nos dice Lucas – , «el lugar en que estaban congregados tembló; y todos fueron llenos del Espíritu Santo, y hablaban con denuedo la palabra de Dios» (Hechos 4:31).

    Las poderosas sacudidas espirituales en los tiempos de la Reforma vinieron mayormente como una respuesta a la oración. De Lutero se dice que podía obtener de Dios cualquier cosa que pidiera. María, reina de los escoceses, tenía más pavor a las oraciones de John Knox que a todos los ejércitos de Inglaterra. Aquel glorioso movimiento del Espíritu que fundió a los elementos discordantes entre los moravos de Herrnhut en 1727 y los transformó en lo que ha sido la fuerza evangelizadora más poderosa en el mundo durante los dos últimos siglos, nació en oración. «¿Ha habido jamás en toda la historia de la Iglesia una reunión de oración tan asombrosa como la que comenzando (en Herrnhut) en 1727 continuó a la largo de cien años?», – escribe el obispo Hasse. «Es algo absolutamente único, y se conoció como la "Intercesión de Cada Hora"; lo cual significa que mediante relevos de hermanos se hacía a Dios oración de este tipo siempre conduce a la acción; y en aquel caso encendió un deseo ardiente de dar a conocer la salvación de Cristo a los paganos, y llevó a los comienzos de las misiones en el extranjero. En veinticinco años, más de cien misioneros salieron de aquella pequeña comunidad pueblerina. En vano buscaremos en otros lugares algo que se le iguale.» ¿Pero hay alguna razón por la que el movimiento moravo no se pueda igualar en el día de hoy?, cabe preguntarse. No es probable que el Espíritu eterno se haya cansado. Ciertamente, podemos contar con que la bendición nos está esperando se tan sólo nos ponemos de rodillas y la pedimos.

    Quizás el aspecto más impresionante del avivamiento wesleyano fuera el hincapié que sus líderes hacían en la oración. Su práctica corriente era orar de cuatro a cinco por las mañanas y de cinco a seis por las tardes. No obstante, grandes figuras como William Bramwell pasaban además la mitad de la noche en comunión con Dios, y después recorrían una provincia como llamas de fuego. Si tan sólo los millones de metodistas de hoy día apreciaran la oración como lo hicieron sus grandes antepasados, ¿qué no podría suceder?

    Finney dependía más de las oraciones de los padres Nash y Clary para producir el avivamiento del Espíritu Santo que de su propia lógica irresistible. Tan acostumbrados estamos hoy día a la condición de Laodicea en la Iglesia, que la influencia de la oración durante el tiempo de Finney nos asombra. ¡Imagínese a cuarenta ministros y misioneros que son empujados a la mies del Señor como resultado de la oración durante un avivamiento en la escuela secundaria de cierta ciudad! En 1857, Finney estaba viendo volverse a Dios a cincuenta mil personas a la semana; y en muchas ciudades no había edificio lo suficientemente grande para celebrar los cultos de oración. Fue en aquel entonces cuando la reunión de oración de la calle Fulton comenzó en una sala lateral de cierta iglesia y en pocas semanas había llenado el templo hasta su máxima capacidad e incluso rebosado hacia otras iglesias vecinas.

    En 1858, el señor spurgeon reunió a su gran congregación y dijo: «El Espíritu de Dios está ahora salvando a multitudes en los Estados Unidos; y ya que Dios no hace acepción de personas, vamos a orar hasta que envíe lluvias de bendiciones semejantes sobre nuestra tierra.» La respuesta fue el poderoso avivamiento de 1859. Se dice que Moody no aceptaba una invitación a llevar a cabo una campaña si no se le aseguraba positivamente que se prepararía el camino con oración. ¿Y cuál fue el resultado? En dos meses, setenta mil personas se volvieron al Señor.

    En 1902, en Calcuta, dos misioneras de la Misión de los Cerros de Kassia escucharon un mensaje del finado doctor Torrey acerca de la oración; y fueron tan conmovidas por el mismo, que cuando volvieron a su gente su único tema era la oración. Eso dio como resultado el que para la primavera de 1905, los kasianos estuvieran orando por todas partes. Desde luego, el avivamiento era inevitable; y en unos pocos meses se añadieron más de ocho mil personas a la Iglesia en aquella parte de la India.

    Tanto tuvo que ver la oración intensa y confiada con el avivamiento que trajo a cincuenta mil coreanos a Cristo en 1907. También estamos convencidos de que todos los movimientos del Espíritu que han sucedido en China, en nuestra propia experiencia, se pueden atribuir a la oración. Después de una serie de reuniones particularmente conmovedoras, un misionero me comentó: «Ya que el Señor hizo tanto con tan poca cantidad de oración, ¿qué no hubiera podido hacer de haber nosotros orado como debíamos?» Una vez le preguntaron a un gran evangelista:

    –¿Cuál es el secreto del avivamiento?

    –No hay ningún secreto – replicó aquél–, el avivamiento siempre sucede en respuesta a la oración.

    También quisiéramos afirmar que no podemos abrigar ninguna esperanza de obtener un poderoso avivamiento mundial de Espíritu Santo sin que primeramente haya un avivamiento donde nos volvamos a la Biblia. En nuestros días se está afrentando en gran manera al autor de la misma con las dudas que se dirigen a su Palabra. Debe ser sin duda causa de profundo pesar para El, el hecho de que el único libro que testifica del Señor Jesucristo sea tan poco estimado por el hombre. A menos que la Biblia sea para nosotros de una manera plena y real la Palabra de Dios, nuestras oraciones no pueden ser nada más que pura parodia. Nunca ha habido avivamiento salvo cuando han surgido hombres y mujeres cristianos que creían de un modo total en las promesas de Dios, y suplicaban las mismas con todo el corazón.

    La espada del Espíritu – que es la Palabra de Dios –, es la única arma que jamás haya sido usada poderosamente en los avivamientos. Donde se la ha tenido por lo que afirma ser, la Palabra de Dios ha sido en todo momento como una espada aguda de doble filo; como fuego; y como un martillo que quebranta la piedra. Cuando Lutero consiguió que las Escrituras se tradujeran al alemán, Roma perdió aquel país. Moody no poseía la erudición de las escuelas, pero conocía su Biblia; y de cierto, el mundo no ha conocido, y difícilmente conocerá nunca, a un apóstol de las almas semejante.

    Durante mis días de estudiante en Toronto, mi única arma en las cárceles y los barrios bajos era la Biblia; y en China, a menudo he predicado de treinta y cinco a cuarenta sermones en una semana, siendo casi todos ellos sencillamente repeticiones de la Palabra de Dios. De hecho, pienso que puedo decir con seguridad, que durante los cuarenta y un años que he estado en el campo misionero nunca me he dirigido a un auditorio chino sin tener una Biblia abierta en la mano, con la que poder expresar: «Así dice el Señor.» Siempre he dado por sentado que la simple predicación de la Palabra traería almas a Cristo; y todavía no me ha fallado jamás. Mi pastor chino, uno de los hombres más consagrados que haya conocido jamás, fue salvo de una vida de vergüenza y vicio por el primer mensaje del Evangelio que me oyó dar.

    Mi más profundo pesar el llegar a los setenta años, es no haber dedicado más tiempo al estudio de la Biblia. Aun así, en menos de diecinueve años, he leído el Nuevo Testamento completo en chino cincuenta y cinco veces. El doctor Campbell Morgan – ese príncipe de los maestros bíblicos –, ha declarado que no intentaría enseñar ningún libro de la Biblia sin antes haberlo leído de principio a fin por lo menos cincuenta veces. Tengo entendido, que hace algunos años un caballero asistió a las conferencias de Keswick en Inglaterra, y fue encendido con un celo tal por la Biblia, que en tres años la leyó entera doce veces. Desde luego, uno supondría que pertenecía a la clase ociosa; pero, por el contrario, comenzaba su trabajo diario en la fábrica de acero de Motherwell a la cinco y media de la mañana.

    La Biblia no era un libro tan descuidado cuando los avivamientos de 1857-59 soplaron sobre los Estado Unidos y Gran Bretaña. Tampoco lo era en tiempos de Moody. Durante la pasada dinastía Manchú, se contaba con que los eruditos conocieran los clásicos de sus sabios de memoria. ¿A qué nivel están los hombres de letras de los llamados países cristianos, siguiendo este criterio, en lo tocante al «Gran Clásico Mundial»? No es sino patético el que tanto que van abiertamente a representar al Señor Jesucristo en China conozcan tan poco su Palabra. Hace treinta años, el ideal del misionero era conocer la Biblia tan bien que uno no tuviera que llevar a todas partes una concordancia. ¿Se debe quizás la indiferencia hacia la Biblia por parte de muchos misioneros en el día de hoy al hecho de que han descubierto algunos medios mejores para satisfacer las necesidades de un mundo enfermo de pecado?

    Finalmente, la llamada al avivamiento debe ser una llamada a exaltar a Jesucristo en nuestro corazón como Rey de reyes y Señor de señores. El es como un Everest que se alza sobre el nivel de la llanura. Si queremos que more con nosotros, sólo debe haber sitio para El. Todo ídolo debe ser destruido; todo querido Isaac puesto en el altar; todo apremio del yo negado. Entonces, y solamente entonces, podemos esperar que los campos más amplios se abran delante de nosotros.

    ¿Ha habido jamás una oportunidad tan incomparable para que los líderes cristianos se deshicieran de sus ídolos eclesiásticos y entraran en contacto íntimo con las inescrutables riquezas de Cristo como la Conferencia Misionera de Edimburgo en 1910? No se ha celebrado ningún encuentro religioso en los tiempos modernos alrededor del cual hayan girado tantas esperanzas. Al mismo habían asistido líderes misioneros de todas partes del mundo, y muchos de ellos esperaban confiadamente que una nueva era para las misiones comenzara. El tema del último día, «La sede en el suelo patrio,» provocaba visiones de posibilidades infinitas. Las iglesias locales, revestidas de poder por un vigoroso avivamiento del Espíritu Santo, enviarían hombres idóneos como Pablo y Bernabé. Con sus enormes recursos humanos y materiales, el mundo sería evangelizado en una generación.

    Por desgracia se trataba sólo de un sueño. Nunca he experimentado un dolor y una decepción tan grande como entonces. De los muchos que hablaron en aquel encuentro misionero, no más de tres hicieron hincapié en Dios el Espíritu Santo como el único factor esencial para la evangelización mundial. Escuchando las charlas en aquella ocasión, uno no podía por menos que llegar a la conclusión de que el dar el Evangelio a la humanidad perdida era mayormente un asunto de mejor organización, mejor equipo y más hombres y mujeres. Verdaderamente no faltaban síntomas de que unas pocas chispas más hubieran provocado una explosión. Pero no; el destronamiento del ídolo de la autosuficiencia eclesiástica era aparentemente un precio demasiado elevado.

    Pero hermanos el Espíritu de Dios está todavía con nosotros. Pentecostés se encuentra aún a nuestro alcance. Si se nos ha retenido el avivamiento es porque algún ídolo permanece todavía en el trono; porque seguimos insistiendo en poner nuestra confianza en esquemas humanos; porque todavía nos negamos a enfrentarnos a la verdad inalterable de que «no con ejército, ni con fuerza, sino con mi Espíritu.»

    – Citado de «Por Mi Espíritu.»